Mamá nos dejó en el mes de las flores, el mismo en el que decidió llegar. Quizás porque a ella las flores le encantaban. Sí, plantarlas, regarlas, abonarlas, mirar cómo crecían, quitarle sus hojitas secas… Cuidarlas, en fin, con todo esmero. El día de su marcha, un 21 de mayo, el patio de casa estaba pletórico, como no podía ser de otra manera: los helechos verdes y abundantes, las inmensas hojas del filodendro y sobre todo sus queridas rosas, llenas de olor y color. El arco enredadera de la escalera, bajo un bello cielo azul, parecía una entrada –a no sé donde– hermosamente adornado con multitud de rosas de pitiminí. Ese día ella dejó de ofrecernos su olor, solo sus trajes y algunos pañuelos lo guardarían por algún tiempo. Por el contrario, ella dejó algo en el ambiente, especialmente en la sala de estar. No estaba su olor, no estaba ella, su sillón ahora vacío y, a pesar de su ausencia, una paz profunda lo inundaba todo. No sé cómo lo hizo. No era algo visible, no podía tocarse, ni oler, pero ahí estaba, esa paz era casi “física”. Aún no me había percatado que ella también había tendido un hilo, fino, sutil y de una fuerza extraordinaria. O tal vez fue nuestro amor mutuo. O probablemente siempre estuvo ahí, solo que mientras su cuerpo, su sonrisa alegre, sus abrazos estuvieron, yo no había tomado consciencia de éste pues su presencia lo llenaba todo. Después, cada vez más, sentía este hilo, esa fuerza del amor y de lo eterno, de su presencia más allá del espacio y del tiempo. Creo que lo llaman vínculo, o nexo. Qué más da, al fin y al cabo un lazo de unión indestructible.
MADRE
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