Fue en Abril. De pie, en el andén de la estación, esperaba la llegada del tren que como cada día me llevaría al trabajo. Miré el reloj incrustado en la pared y pareciera que el tiempo fuera a detenerse: El segundero saltaba lenta y torpemente dejándose caer sin la fuerza de otros días. Mi corazón latió más rápido, queriendo compensar el retraso sentido. Tuve la extraña sensación de que todo empezaba a paralizarse en un eterno pasado. Recordé esos versos de Eliot:
“Están presente y pasado presentes
tal vez en el futuro, y el futuro
en el pasado contenido”.
Tal vez Eliot tenía razón. Tal vez yo esté viviendo un continuo pasado, encerrado en un claustro sin puertas.
Llegó el tren, el mismo tren de ayer, subí a él como ayer, ensimismado en mis pensamientos. Elegí un asiento en dirección a la marcha y como siempre clavé mis pupilas en el cristal de la ventanilla derecha. Hoy es viernes, ayer era jueves y hoy es viernes. Estos poetas místicos no tienen ni idea. El tren pasaba rápido entre los campos de olivos y frutales. Sí, viajo hacia el futuro, me dije. ¿Qué futuro? Me pregunté. Esta manía mía de jugar a ser dos. A veces me enfado con el otro, pues me saca de mis casillas.
- No hay futuro para ti, no has entendido para nada los versos de Eliot:
“Si está eternamente presente el tiempo
todo, todo el tiempo es irredimible.”
Sólo existe un eterno ahora, renovado a cada instante, pero no para ti. Para ti sólo existe un eterno pasado, obsesivo como un eco. Una y otra vez tu vida repetida con adornos que pretenden despistarte. Y yo te acompaño como un lisiado, hundiéndome contigo. Debería dejarte, si no quieres acompañarme, y saltar solo al precipicio. Dices que estoy loco, obsesionado con saltar, con dejarme caer, con mi fe en llegar a buen puerto. Qué sabrás tú de la vida, dices. ¿Acaso consideras más sabia tu monótona fábrica de repetición?
- No discutamos, por favor.
Volví a concentrarme en los campos soleados trabajados desde siempre por hombres con gran esfuerzo. A mí también me enseñaron desde niño que lo bueno era esforzarse y ahora quiere él, el otro, mostrarme que lo mejor es fluir.
Un pájaro negro vuela hacia mí. Acaba de estamparse en el cristal. Cierro mis párpados con fuerza en un acto reflejo, para no sentir la culpa de haber sido yo quien lo atrajera. Igual que cuando atraigo a una mujer. Sin embargo, la imagen se ha grabado en mi mente. Ahora la llevo dentro, incorporada. Quién sabe si siempre estuvo ahí. Soy un experto en proyecciones. Me gusta el cine, la proyección de historias en un exterior plano y amplio, la pantalla del otro. Cualquiera menos yo. Pero he olido su sangre y no puedo sacarme la imagen de este pájaro negro que vino a morir en mis narices. La naturaleza a veces se empeña en ser realmente desagradable. Me estoy empezando a marear. No quiero verlo, no quiero verlo, no quiero verlo. Todo es negro en mi cabeza, todo huele a sangre. No quiero verlo. Negro, no quiero verlo. Sangre, el desliz del cuerpo en el cristal, no quiero verlo, ya no está, el desliz del cuerpo en el cristal. Me falta el aire.
- Señor, ¿le pasa algo? Está usted pálido. ¡Señor, señor… respire tranquilo! ¡Hay que buscar a un médico!
- ¿Algún médico en el vagón? –se alzó otra voz.
- Soy médico –respondí aferrándome a un hilo de voz deshilachado.
- ¡Ja! ¿Y ahora, de qué le sirve? –dijo una voz impertinente detrás de mi asiento.
- Impertinente y certera –dijo mi otro yo–, por más que te pese. Ninguna identificación nos salvará aunque te empeñes. Míranos, aquí estamos, encerrados en un vagón creyéndonos morir. A veces me haces sentir impotente.
- Quizás es médico por vocación o para mirar el dolor de los otros, como un “voyeur” –escuché lejanamente.
- O porque no pudo mirar el suyo o no se atrevió, o todas las opciones a la vez. De todos modos, el dolor sólo me genera respeto y com-pasión.
- ¡Qué dramático! –dijo un joven adolescente mientras le sonreía a ella. A su edad apenas había perdido la conexión con la vida y todo debía parecerle más sencillo.
Quise decir que me sacaran, que sufría claustrofobia, pero ya no hubo lugar. Creí que una vez más el tiempo jugaba en mi contra. Dejé de oír el parloteo de los viajeros. Ahora yo era el pájaro negro pidiéndome cuentas o la negra mirada asesina que lo mató. La película, cruelmente, se detuvo en ese fotograma que me generaba un sentimiento de culpa del que ahora ya no podía escapar, como tantas otras veces.
- Buenos días –me despertó una voz amable y un hermoso rayo de sol–. ¿Cómo se encuentra? Ya no tiene fiebre. Estuvo delirando. ¿Tiene usted familia? ¿Nos podría dar un número de contacto?
No pude responder a tantas preguntas, pero su cara era afable. Estaba en una habitación de hospital. Había dos camas más, aunque vacías. Agradecí que así fuera.
- Le dejo descansar. Volveré más tarde.
Esbocé una sonrisa en señal de agradecimiento. Me quedé solo y sin embargo me sentía acompañado.
- Fue en Agosto –dijo una presencia femenina dejándose caer en mi hombro derecho–. O quizás en Julio, ya no recuerdo bien.
Esta vez no me asusté, era un ser conocido y cercano.
- Lo siento –dijo honestamente y sin un ápice de culpa–, era la única opción. Yo debía marchar.
Los latidos de mi corazón eran fuertes y acompasados. Una alegría, casi eléctrica, recorrió todo mi cuerpo. Era ella, estaba seguro, mi pequeña siamesa.
- Fue en Agosto –dije–. Corría el año 1962. Ahora lo recuerdo. Ha pasado más de medio siglo, una eternidad. Te fuiste sin decir adiós. Yo te amaba, y asimismo me sentía yo, como un ser amado y completo. Todo era hermoso y te marchaste. Me quedé confundido y asustado. Mucho. No entendí nada. Tal vez creí que éramos sólo uno.
- Lo siento, tenía que irme –volvió a decir.
- ¿Acaso te dañé? Necesito saber si fui el culpable, pues desde entonces creo dañar todo lo que toco, por más que me empeñe en contarme lo contrario o en cuidarlas a ellas. Cuidar por encima de mis posibilidades. No puedo esforzarme más. Estoy cansado, atado a una maldición que se repite. Me muevo como un péndulo de extremo a extremo, las busco y me retiro, las cuido de forma genuina, tanto que me nutro a mí mismo, pero es un instante, el péndulo sigue su curso y entonces ya es un esfuerzo, me rebelo contra mi propia culpa transformada en trabajo. Y total, ¿para qué? Quizás ellas sigan tu ejemplo, se marcharán sin motivo aparente, o yo les dé el motivo pues ya me sé culpable, no me reconozco de otra manera. Él, mi otro yo, siempre me dice que las identificaciones nos matarán. Quizás empiece a comprenderlo, pero, por ahora, sólo sé que el equilibrio es imposible.
- No hay culpa –dijo ella– sólo es una ilusión, una invención de los hombres, un arma de doble filo, para que no te muevas, no saltes, no discrepes y así, no veas realmente quien eres tú más allá de la culpa, para que no te topes con tu propio poder. Recuerda, siempre nos encorsetaron con el miedo.
- Te pareces a él, con el que a veces me enfado. Es un rebelde, yo más bien soy un pasivo nihilista, un pesimista, pero él es vital, sabe que cada momento es único y disfruta de las pequeñas y grandes cosas, como yo ahora contigo.
- Quizás él saboreó algo de ese poder, tú has andado confundido. Confundido con el pseudo-poder que otorga la culpa. Es normal, no me malinterpretes, no es sino el otro filo de la navaja. Tú crees poder dañar y solo se puede dañar a alguien más débil. Debes sentirte muy poderoso, por encima de todo. Entonces no huyes, pues crees ganar la lucha. La adrenalina engancha, pero el efecto no es eterno… afortunadamente.
- No, no. No sé. Bueno, no es eso lo que deseo. Créeme. Me gustaría mirar el mundo con ojos cooperativos, pero no me fío, más bien suelo estar en lucha, disimuladamente, pero en lucha, hasta conmigo mismo. A ellas, con solo mirarlas sé que me van a reñir, lo presiento, como si hubiera hecho algo malo, como si el malo fuera yo. Y si no lo hacen me encargo de que salten, no puede ser de otra manera, no las concibo sin culparme. Tú aún no me has reñido. A veces me enfado…
- Lo sé. He estado aquí desde hace mucho pero no me sentías. Me alegro que al fin me veas. Sé que te enfadas desde que me fui, te enfadas como un niño al que han abandonado. De verdad, tenía que marchar. Pero tú estás aquí. Mira ese hermoso rayo de sol, ¿acaso no es un milagro? Deja ya de repetir la misma historia, solo está en tus manos, solo tienes que decidirlo.
- Estoy confundido. No sé si te comprendo…
- No huyas. Creo que esta confusión es diferente. Y a veces el caos también es agradable, como un mareo dulce y placentero. Mírame, soy tu hermana, tu pequeña siamesa. Aún podemos abrazarnos como entonces, en el útero de mamá, antes de que me evanesciera. Yo también te amo.
Se me humedecieron los ojos y dos lágrimas cayeron mientras la miraba. Esta vez no quise disimular, como es mi hábito, ni siquiera saqué un pañuelo para secarlas. Vi frente a mí una gran pantalla, como en un cine: La imagen de un inmenso vacío lleno de oscura soledad. Era mía, estaba allí proyectada para que yo pudiera mirarla. Mis ojos seguían humedeciéndose. Mis músculos se fueron ablandando, pues el dolor acumulado desde tiempos inmemoriales comenzó a drenar. Un dolor desconocido, cuya presencia nunca pude palpar en ningún órgano, ni supe de él. Entonces, tuve la suerte del recuerdo sentido: Unidos, frente a frente, abrazados y cómplices, como si fuéramos un todo, como siameses.
- Ya me marché –dijo.
- ¿Acabas de llegar y ya te vas?
- Me hago a un lado, en tu hombro derecho. Suelo estar aquí, pero tus brazos anhelan otros brazos. Búscalos, has de encontrar los mejores. Hay brazos abiertos para ti y tienes todo el derecho a ser feliz. No es una frase hecha. Créeme.
- Gracias –dije sintiendo amplio mi corazón.
- Tuve que marcharme, no me expulsaste, no rivalizaste, no hubo crimen. Nadie te pide cuentas, sólo tú al creerte un pájaro de mal agüero. No eres culpable, no. En realidad, no hubo culpa. Ahora has de sentirlo con todo tu ser. Confía en mí, ¿acaso querría yo desearte algún mal?
Hicimos una pausa. Me di cuenta que ella supo de mi emoción y quiso respetarme. Luego tragué saliva y dije en voz alta, para ella y para mí:
- Es curioso, estoy aquí entre cuatro paredes, las puertas cerradas y atado a un gotero con suero intravenoso, y sin embargo me siento más libre que nunca.
- Pensé que eras claustrofóbico –dijo ella.
- Sí, eso creía también yo.
Al unísono, miramos hacia la ventana y el rayo de sol inundó toda la habitación. Ella habló:
- No sé si sabrás… Agarrándote a mí, apegándote, sin quererme dejar marchar, te llevaste un ovario, cual si fuera una reliquia.
- Lo siento, no lo sabía. Y de algún modo, sí, sé que está aquí conmigo. Ahora entiendo algunas cosas. ¿Te dañé?
- ¿Vuelves a la culpa?
- Lo siento, lo siento. Mis hábitos…
- ¿Dónde lo llevas, tras tus testículos?
- No, no. A ellas les resultaría raro, al menos físicamente incómodo.
- ¡Qué boba! No había pensado en ello –y me sonrió maliciosamente.
Una sonrisa amplia y espontánea fue mi respuesta y volví a recordar con placer que éramos cómplices.
- Sé dónde lo guardas como un tesoro y cómo irradia por tus poros desplegando ternura.
- Tu ternura, que es mía, y mi potencia –dije alargando la penúltima sílaba–. Ja, ja, tal vez a ellas les pueda parecer un unicornio.
- ¡Arrogante! Ya veo que no necesitas abuela.
Y me guiñó un ojo. Realmente me parecía una mujer con simpatía. La echaba de menos.
-¿Y tú que eres? –le pregunté–. Un unicornio aún más raro, que habla sin lengua desde mi hombro. Sólo a mí me pasan estas cosas.
- No te creas, al fin tal vez todos somos unicornios, conscientes o no de ello, seres fabulosos.
- Creo que tienen capacidad para curar, cual si fueran médicos o sanadores.
- Sí, así es –me confirmó–. Unicornios… Seres fuertes y salvajes. Como tú y como yo.