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Mamá nos dejó en el mes de las flores, el mismo en el que decidió llegar. Quizás porque a ella las flores le encantaban. Sí, plantarlas, regarlas, abonarlas, mirar cómo crecían, quitarle sus hojitas secas… Cuidarlas, en fin, con todo esmero. El día de su marcha, un 21 de mayo, el patio de casa estaba pletórico, como no podía ser de otra manera: los helechos verdes y abundantes, las inmensas hojas del filodendro y sobre todo sus queridas rosas, llenas de olor y color. El arco enredadera de la escalera, bajo un bello cielo azul, parecía una entrada –a no sé donde– hermosamente adornado con multitud de rosas de pitiminí. Ese día ella dejó de ofrecernos su olor, solo sus trajes y algunos pañuelos lo guardarían por algún tiempo. Por el contrario, ella dejó algo en el ambiente, especialmente en la sala de estar. No estaba su olor, no estaba ella, su sillón ahora vacío y, a pesar de su ausencia, una paz profunda lo inundaba todo. No sé cómo lo hizo. No era algo visible, no podía tocarse, ni oler, pero ahí estaba, esa paz era casi “física”. Aún no me había percatado que ella también había tendido un hilo, fino, sutil y de una fuerza extraordinaria. O tal vez fue nuestro amor mutuo. O probablemente siempre estuvo ahí, solo que mientras su cuerpo, su sonrisa alegre, sus abrazos estuvieron, yo no había tomado consciencia de éste pues su presencia lo llenaba todo. Después, cada vez más, sentía este hilo, esa fuerza del amor y de lo eterno, de su presencia más allá del espacio y del tiempo. Creo que lo llaman vínculo, o nexo. Qué más da, al fin y al cabo un lazo de unión indestructible.
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“¡Qué bien se está cuando se está bien!” Siempre me ha gustado este dicho de mi padre que guarda al mismo tiempo la sencillez y la profundidad. Este hablar de lo obvio, tan propio de la gente de su pueblo, Villamanrique de la Condesa, con la naturalidad de quien se deja caer, pausadamente, en el quicio de la puerta.
Hasta ahora, tal vez, no parecía tan obvio qué es lo que realmente nos hace falta para estar bien. La sociedad de consumo nos quiere hacer creer, y continuará con su propósito, que son muchas las cosas que necesitamos para ser felices. La era de la tecnología ha alimentado nuestra impaciencia: “Eso que creo que me hará feliz lo quiero ya” o, al menos, lo antes posible. Tal vez supiéramos con nuestra mente que lo que necesitamos para vivir bien no es “muchas cosas”. Algo distinto es que nuestra mente y nuestras acciones fueran de la mano, como quien responde ante un pacto lleno de coherencia. La mente tiene información, algo realmente valioso, pero la información per se no implica conocimiento. Desde mi punto de vista, el conocimiento es algo que se experimenta con todo nuestro ser, aunque sea por un instante. El conocimiento necesita de la vivencia. Para que la vivencia experimentada se convierta en hábito se requiere repetición y tiempo. Dicho de otro modo: Acción y paciencia. Para la acción hace falta motivación. ¿Cuál es nuestra motivación profunda? ¿Es éste un buen momento, personal y social, para planteárnoslo?
¿Y a qué viene aquí la COVID-19? Pues sinceramente, creo que nos ha regalado la vivencia, este confinamiento obligado, con estas circunstancias, nos permite experimentar. Así pues, el pequeño coronavirus nos ha abierto una puerta al conocimiento del bienestar.
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Fue en Abril. De pie, en el andén de la estación, esperaba la llegada del tren que como cada día me llevaría al trabajo. Miré el reloj incrustado en la pared y pareciera que el tiempo fuera a detenerse: El segundero saltaba lenta y torpemente dejándose caer sin la fuerza de otros días. Mi corazón latió más rápido, queriendo compensar el retraso sentido. Tuve la extraña sensación de que todo empezaba a paralizarse en un eterno pasado. Recordé esos versos de Eliot:
“Están presente y pasado presentes
tal vez en el futuro, y el futuro
en el pasado contenido”.
Tal vez Eliot tenía razón. Tal vez yo esté viviendo un continuo pasado, encerrado en un claustro sin puertas.
Llegó el tren, el mismo tren de ayer, subí a él como ayer, ensimismado en mis pensamientos. Elegí un asiento en dirección a la marcha y como siempre clavé mis pupilas en el cristal de la ventanilla derecha. Hoy es viernes, ayer era jueves y hoy es viernes. Estos poetas místicos no tienen ni idea. El tren pasaba rápido entre los campos de olivos y frutales. Sí, viajo hacia el futuro, me dije. ¿Qué futuro? Me pregunté. Esta manía mía de jugar a ser dos. A veces me enfado con el otro, pues me saca de mis casillas.
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El pasado mes fui invitada a las XIII Jornadas "Juntos o revueltos. Las Relaciones de Pareja Hoy" en el Polígono Sur de Sevilla para intervenir como segunda ponente con la charla que pueden escuchar a continuación haciendo clic en el siguiente audio.
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Andábamos reunidos un grupo de amigos, discutiendo entusiasmadamente sobre las ventajas de una buena dieta. Parecía que todos la siguiéramos a rajatabla, tal era la intensidad de nuestra defensa. Ignasi, un amigo y colega locuaz y divertido, andaba por el contrario muy callado, algo extraño, pero los demás ni siquiera nos percatamos, hasta que él cerró con broche de oro la conversación y todos rompimos a reír: “¡Pues yo, soy de ideología vegetariana, pero mi estómago tiende al cerdo!”. Con su acertada frase, nos bajó a todos a la realidad, pues llevábamos tres días de vacaciones bebiendo y comiendo, y no exactamente agua mineral y pollo a la plancha con verduras hervidas.
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La semana pasada asistí al Encuentro de Ciudadanía “Los Delitos de Odio Contra las Personas Sin Hogar”. Se comenzó dicho encuentro con el informe de investigación que el Observatorio Hatento había realizado al respecto. Me sorprendieron muchas cosas y también me tocaron el corazón. ¿Quién puede agredir físicamente, amenazar, insultar… a un sin hogar? Una respuesta casi “lógica” podría haber sido grupos de ideología nazi, esos que quieren deshacerse de la “escoria”. Sí, un 7,3% de los responsables de dichos delitos fueron personas vinculadas con dicha ideología. Parece que el groso no está aquí. ¿Quién entonces? Pues casi un 60%, el 57% para ser exactos, fueron personas jóvenes entre 18 y 35 años. El 28,4% eran chicos jóvenes de fiesta. ¿Acaso para algunos la agresión se ha convertido en una forma de ocio? Cuál es el camino que lleva a esta locura, me pregunto.
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Las personas somos seres sociales y en relación con nuestro medio. Al igual que cualquier sistema (elementos interrelacionados entre sí y con su entorno), tendemos a la estabilidad y al crecimiento. Pudiéramos decir que es un crecer para llegar a ser lo que estamos “destinados” a ser en el tiempo y nuestro espacio. Un ejemplo es el proceso de crecimiento físico del bebé que se convierte en niño, gracias a los cuidados de sus padres y/o cuidadores. Luego pasará a ser adolescente, joven, adulto… hasta el momento final de su vida. Si el crecimiento se detuviera se produciría muerte; si se ralentizara o acelerara tendríamos enfermedad. Por ello es necesario un equilibrio entre el crecimiento y la estabilidad. Pero las personas, en mayor o menor medida, tememos y anhelamos el cambio. Si el miedo se impone y la valentía no vence, iniciamos un proceso de estancamiento.
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El siguiente poema de Kavafis, Ítaca, es una metáfora de esta aventura del autoconocimiento. Uno de los significados que el diccionario de la lengua española (DRAE) da a la palabra aventura es: “Empresa de resultado incierto o que presenta riesgos”. Entonces es cierto que el camino del autoconocimiento es una aventura, pues comenzamos un viaje hacia lo desconocido, y sin embargo creo, como el poeta, que uno vuelve “rico en saber y en vida”:
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Una mujer, que de alguna manera seguía siendo una niña buena, tenía verdadera dificultad para expresar su rabia. No está de más decir que provenía de una familia donde dichas expresiones no estaban permitidas. Comenzó a tomar conciencia de cómo su rabia no expresada, en principio ni siquiera sentida, terminaba transformándose en depresión, quedando ella invadida por profunda tristeza. Ahora, a veces sentía la rabia en el lugar de la tristeza y dudaba de quien era ella en realidad, pues se desconocía así a sí misma. En distintos momentos sintió verdadero pánico por esa nueva emoción potente y avasalladora. Pero era su rabia, sería mejor aceptarla, sin juzgar, no más. ¿Qué otra cosa podía hacer? Luego, recordó que ella no era su rabia, que tener rabia no era ser la rabia, falsa identificación. Pero ahora, tampoco ya era la tristeza. ¿Quién era? Andaba muy confundida además de asustada. Y sin embargo, en la medida que hizo suyo algo que antes excluía, se sintió fuerte y energizada. También más tranquila. Así, comenzó a expresarse en situaciones donde antes callaba, ya no tenía que seguir acumulando rabia en su depósito oculto. Por supuesto, a muchos que la rodeaban no les gustó nada este cambio, pero ese es otro tema. Así, la niña buena se hizo responsable de su rabia, como antes lo hizo de su tristeza, pues no eran sino suya, y se fue tornando en una mujer adulta y decidida.
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La Terapia Gestalt fue creada por Fritz Perls y Laura Posner, ambos procedentes del mundo del psicoanálisis y la psiquiatría, a mediados del Siglo XX. Pero beberán de otras muchas fuentes tanto de la psicología como de la filosofía, el zen, el teatro o la semántica. Las divergencias entre ambos dio lugar a dos enfoques diferentes: el del Este y el del Oeste, el primero representado por Laura y el segundo por Fritz, junto a sus respectivos colegas. El de la costa Oeste puso el énfasis en la actitud, la intuición y la experiencia, y es éste, el enfoque de Fritz Perls, el que hasta mí llegó.
Una cuestión que considero crucial es que la gestalt está más interesada en la salud que en la patología, siendo el nivel de conciencia de la persona lo que la posiciona a ésta en un lugar más o menos saludable: A más conciencia mayor salud. En nuestra sociedad los criterios clínicos (patologías) han servido en demasiadas ocasiones para etiquetar a los “enfermos” y diferenciarlos de los posibles “sanos”, creando un mundo dicotómico e irreal y por tanto no al servicio de la salud. Más que dos mundos, existe un continuo con diferentes grados de conciencia. Para ayudar a sanar no necesitamos etiquetas: depresión, crisis de angustia, trastorno obsesivo-compulsivo…, (sin entrar en la utilidad que éstas puedan tener para otras cuestiones técnicas). Lo que necesitamos es comprender a la persona en su contexto.